(Cuento) “Monstruos Aterradores” de Emilio Antonio Calderón

  • 18 May, 2021
  • Artes

Los niños salen a la calle, libres para jugar. Las madres miran intranquilas desde la ventana; saben que, aunque el diablo adora caminar de noche, puede aparecerse a cualquier hora.

Por Emilio Antonio Calderón

Empieza a oscurecer. La calle se vacía: sucia, triste y desolada, como si se supiera escenario de una historia de terror; cuando los rayos de sol comienzan a esconderse, las personas también lo hacen.

Es bien sabido que el diablo anda suelto y nadie desea encontrárselo. Cuando la noche llega y dibuja sombras por todos lados, el pueblo se encierra bajo llave y comienza a orar. Las madres encienden una veladora y rezan con sus hijos. Ya ni siquiera creen en Dios, sólo esperan que el ruido de sus plegarias sea tan fuerte que ahogue los rugidos que hace el diablo afuera.

Él pasea burlón, cínico, por la calle, acompañado de sus discípulos. Su festín de muerte y terror resonará por todas partes: gritos de dolor, quejidos y gemidos como traídos del inframundo, truenos inclementes que anuncian otro deceso; miedo, rabia, impotencia. La gente desde sus casas sólo cierra sus ojos y pide que esta no sea la noche en que el diablo decida quitarles la vida. Hay un sentimiento generalizado entre las personas de que, si no es hoy, pronto se les arrebatará la vida.

Pasa la noche con saldo blanco. O el diablo andaba de buenas o tiene algo peor deparado para después.

A la mañana siguiente, la gente habla. Los vecinos cotillean, festejan que les tocó amanecer nuevamente. Lo celebran con sonrisas en el rostro; hay euforia donde anoche hubo miedo; es la incredulidad de continuar con vida; es un logro. En este punto, es normal sentir que un día más es un auténtico regalo.

Los niños salen a la calle, libres para jugar. Las madres miran intranquilas desde la ventana; saben que, aunque el diablo adora caminar de noche, puede aparecerse a cualquier hora. El día transcurre con inquietante normalidad; nadie habla del pacto que hay entre ellos y el mal. Es un trato simple: ellos dejan que él pase y se apodere de todo y, a cambio, él no les hace daño. Sólo de vez en cuando su apetito es tan voraz que ocurre algún daño colateral; se derrama la sangre de alguna víctima desprevenida. Está bien. Los demás no pueden quejarse porque no fueron ellos la víctima. Agradecen que no fueran ellos. Nuevamente, se sienten afortunados.

Pasa del mediodía, el sol incendia el cielo y las personas caminan por la ciudad sin la preocupación de que, llegada la noche, tendrán que volverse a ocultar. Tanto terror no es suficiente para alterar su ritmo de vida; no pueden rendirse y vivir encerrados por siempre. No saben que ese día el diablo ha decidido salir temprano. Tiene hambre y va por más sangre. El sol ni siquiera está por ponerse cuando algunos transeúntes descubren su inminente llegada. Quienes lo alcanzan ver viajando en su carruaje, no jalado por caballos, sino impulsado por motor, huye a su paso; comienzan todos a alarmarse, pero él los ignora; sigue su paso firme hacia un lugar en específico. Llega a una marisquería acompañado de sus secuaces, bestias corpulentas, monstruos aterradores.

No son vampiros, pero derramarán sangre; no son licántropos, pero un hambre voraz los invade; no son espíritus; de hecho, son humanos sin espíritu. En lugar de garras y colmillos, traen cadenas de oro; y en lugar de hechizos, hachas o maleficios, cargan orgullosos sobre sus hombros armas enormes, más grandes que su empatía.

Entran furiosos, supremos, conscientes de su condición de monstruos; al diablo nadie lo ve, pero está por todas partes; invadió las paredes, penetró los rincones, se coló en el corazón de los presentes en forma de miedo. Ya no hay necesidad de muñecos diabólicos, posesiones demoniacas o mitos sobre brujería; el diablo ha encontrado una nueva forma de meterse por todos lados; por primera vez logró aterrar a los humanos y no necesitó ningún ente más siniestro que otros humanos. Al final, ellos crearon a todos los monstruos que existen; ellos hablaron del mal por primera vez y de ellos fluyó toda la oscuridad que habita en la tierra. Juega con ellos, los usa para su carnaval de terror.

Los clientes saben lo que viene, se esconden bajo las mesas; los trabajadores se ocultan en la cocina.

Desde el suelo ven las botas caras de las bestias acercándose a un objetivo específico: otra bestia. Se detienen; ¡Crack! Suena el rugido el diablo por vez primera. Cae sangre, un cuerpo y el casquillo de la primera bala. Para cuando llegan la segunda, la tercera y todas las demás, los ruidos se confunden con los gritos, los llantos y las súplicas. Algo pasa, no alcanzan a ver qué, pero notan que los acompañantes de la otra bestia, ahora muerta, responden al ataque. Ahora el diablo ruge desde ambos bandos. Ahora ruge por todos lados. Ya no hay objetivo que enfocar; las balas caen por un lado y el otro; muere una bestia y también un comensal; hieren a un monstruo y lo mismo a un mesero; el diablo ríe; hay sangre, dolor, asco, miedo, terror.

El mesero, malherido, pide ayuda; una bala penetró su vientre y está tirado, arrastrándose; una de las bestias se le acerca. Se para frente a él. El mesero apenas alza la cabeza para verlo y ve al hombre inexpresivo; detrás de él, la sombra del diablo. Es él quien controla sus movimientos. El diablo levanta las garras y la bestia aprieta el gatillo; tres disparos más. No fue personal, ni siquiera se conocían. No había nada en su contra, pero cualquier testigo es peligroso.

Las balas se intercambian de un lado al otro dentro del restaurante. A los pocos minutos, hay vidrios rotos, charcos de sangre y más lamentos y tragedias que cualquier historia de terror moderna. A las horas, el lugar está acordonado, los cuerpos fueron trasladados y el suceso se transmite en las noticias nacionales; algunos se lamentan o se indignan, sólo por un instante; al final, es el pan de cada día; las víctimas de esta tragedia pronto dejarán de ser tratadas como humanos y pasarán a ser otro número en una estadística alarmante. Ya no importan sus historias o motivaciones; al día siguiente habrá más y al cierre del año sólo se evaluará cuánta fuerza más ha ganado el diablo... Así hasta haber arrasado con todos.

“¡Son unos monstruos, unos cabrones!”, grita la madre de un muerto, el mesero; él no tenía la culpa de nada, no iba a hacerle guerra a nadie, sólo buscaba algunas propinas.

Llega la noche y luego vuelve a amanecer. Ya nadie se acuerda de lo que sucedió anoche; ahora toca librar una nueva batalla. Están muy ocupados temiendo por sus vidas como para lamentarse de las pérdidas más recientes. Sólo sigue llorando la madre del mesero y algunos otros familiares y amigos.

Para el resto, la vida sigue: la historia de terror no termina, sigue acosándolos a todos, haciéndoles encerrarse bajo llave a horas tempranas; pone a las madres a pedirle a Dios que sus hijos regresen vivos a casa; las personas desaparecen a granel y aparecen luego muertas, degolladas, decapitadas o baleadas en algún río, colgando de un puente y con amenazas en mantas. A las plegarias y el deseo de cesar la historia, todos los dioses han hecho oídos sordos; las muertes sólo suceden con mayor frecuencia, el pánico se apodera de México y no son los monstruos en el armario ni bajo la cama: es el poder, la adicción, la necesidad y el narcotráfico.

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