Cómo mandé a todos al carajo y comencé a disfrutar la música a mi manera
- 07 Dec, 2020
- Tocho Morocho
Recuerdo con cariño y amargura mi trayectoria en el camino del goce de la música. Ha estado lleno de momentos bellísimos, como aquellos en los que ciertos artistas o bandas me han acompañado en momentos muy difíciles; o aquellos dolosos donde mi relación de música ha sido de hastío y rechazo.
A mi mente llegan aquellos viajes en familia, todos en la camioneta Safari de mi padre, soportando el calor y las horas largas en carretera. Él reproducía su colección de cedes, en ella estaban artistas como Juan Gabriel, Joan Sebastian y Franco de Vita. Estos artistas fueron los primeros que me hicieron apreciar la música y tener una conexión emocional con ella.
Esos tiempos para mí representan inocencia y amor sincero. Escuchar y sentir para así poder gozar del paisaje que acontecía ante mí, con la seguridad de que nos esperaba un camino tranquilo y seguro.
Entre mi infancia y pubertad mi hábito musical fue creciendo más. Tenía 10 años cuando mis padres me compraron mi primer reproductor de cedé, el cual utilizaba para escuchar a Yahir, Camila y High School Musical repetidamente sin hartarme. Después, obtuve mi primer reproductor MP3. Le rogué a mis hermanos que me pasaran música de sus bibliotecas virtuales, tenía que aprovechar ese gigabyte entero de la mejor forma.
Ahí fue cuando empecé a escuchar más reggaetón, banda y corridos sanguinarios. No importaba qué tipo de música era, el chiste era que me hiciera bailar, fuera divertida o pegajosa. Hasta este punto el goce ingenuo e inocente estaba presente y duradero.
Cuando tenía 14 años empecé a convivir mucho con un primo con el cual había perdido contacto durante varios años. Mi familia y su familia tienen costumbres y prácticas muy diferentes entre sí. Sus hábitos de consumo eran más apegados a la cultura norteamericana. Su familia iba de vacaciones a Disneyland o Lego Land, la mía iba a Guaymas o Rincón de Guayabitos. La suya celebraba el Thanksgiving, la mía no.
En fin, un día él llegó conmigo y me mostró su reproductor MP3. En él había bandas y canciones que nunca había escuchado: Bon Jovi, AC/DC, Megadeth, Guns n’ Roses, entre otros. Fue el primer choque, aquel que me hizo darme cuenta de que las cosas que disfrutaba no eran las más importantes ni las más cool. Inevitablemente, comencé a compararme e intenté ser como mi primo.
En gran parte lo disfrutaba, un mundo nuevo se abría ante mí, lleno de sonidos y texturas nuevas. Me emocionaba, no lo niego; pero también me autoimpuse un ideal inalcanzable (¡a una edad tan corta!). Quería ser un conocedor de alta cultura, la cultura de verdad, pasaban en la tele y era parte de la historia del rock. Todo lo que estaba fuera de esa circuncisión no importaba y debía darme vergüenza escuchar.

Después de eso llegó la preparatoria, MySpace y la necesidad imperante de una identidad. Aquel choque que viví con mi primo se presentó, pero esta vez de múltiples maneras. Estaban mis compañeros otakus, los que eran skaters, los emos y los rockeros. Yo había crecido en una familia en la que esas cosas no eran bien vistas, eran cosas del Diablo, cosas de “jotos”.
Eso me ponía en una desventaja, mis compañeros ya habían cosechado su identidad cool; a mí, me faltaba mucho para tener una y debía conseguirla como sea. Fue ahí cuando empecé a aparentar cosas que yo no era, a escuchar cosas que en realidad no disfrutaba y a expresar cosas que no pensaba. Algunos me señalaban de poser y yo me esforzaba tanto en demostrarles lo contrario. Era una lucha eterna entre buscar y negar la aprobación de los demás.
En mi último año de preparatoria formaba parte de un círculo muy unido de amigos varones. Éramos amantes de la música indie, nos compartíamos canciones y dialogábamos entre nosotros sobre ella y otros temas referentes a la cultura underground de aquel entonces. Fue una época bonita, llena de diversión, exploración y vivencias muy chidas que ahora recuerdo con mucho, mucho cariño. Formativa, eso fue. Pero en ese círculo, desafortunadamente, existía una competitividad muy implícita y arraigada.
Competíamos todo el tiempo para demostrar quién era el que tenía los gustos musicales más originales, puros y elevados. Solo una pequeña gama de géneros y bandas entraban esas categorías. Esos parámetros de qué era chido y qué no, estaban basados en algo que nosotros mismos no habíamos decidido o establecido. Fue algo que la cultura y nuestro grupo social juvenil nos impuso y que nosotros replicábamos dentro de nuestra amistad, creando así conflictos y problemas de autoestima. Estos últimos yo los sufrí mucho.
Cuando entré a la universidad las cosas se pusieron peor. Ese ideal que me hacía sentir muy mal conmigo mismo se hizo cada vez más severo e inalcanzable. Se convirtió en un mecanismo de tortura y daño psicológico. En mi facultad tenías que ser una persona culta, debías tener un autor favorito y conocer las referencias más básicas e indispensables que dictaba la academia y la alta cultura. Si no las tenías en tu repertorio, ¿qué clase de alumno eras? ¿qué hacías estudiando una licenciatura de ese tipo?
Al principio yo no cuestionaba este mandato, quería y necesitaba desesperadamente cumplirlo. Si no lo lograba, había fracasado; no sabía nada y no era nada. Esto, de igual forma, se presentaba en los gustos musicales. Mis compañeros y amigos tenían gustos muy especializados, eran conocedores expertos de cierto grupo o género musical en específico, de los cuales yo no conocía nada.
Yo también era conocedor de algunos, pero el hecho de que gente conociera algo que yo no me carcomía por dentro. Lo que sentía por dentro era frustración y decepción. Y, todavía, seguía existiendo esa jerarquía de superioridad entre gustos musicales, las que ya todos conocemos: el rock le gana a cualquier género y el que conociera a la banda menos conocida se llevaba el premio mayor.
Lo más tóxico y problemático se presentó y se sigue presentando en el contexto de las redes sociales. Claro, no creo que sea algo completamente nuevo. El burlarse de los demás y caricaturizarlos, categorizarlos y parodiarlos es algo que ha existido en otros medios del pasado. Sin embargo, el contexto de las redes sociales tiene sus particularidades.

Desde hace algunos años se ha popularizado y utilizado indiscriminadamente el término “básico/a”. Éste se utiliza para referirse a las personas cuyo consumo no sale de lo establecido por el mainstream y cuya identidad es completamente predecible y repetitiva. Por ejemplo, los básicos y básicas de la juventud tijuanense son personas que escuchan bandas del indie contemporáneo (grupos anglosajones como Mac Demarco, Homeshake y Tame Impala; y bandas mexicanas como Señor Kino, Enjambre y Ramona) y frecuentan lugares como el Pasaje Rodríguez o el venue Black Box.
Todas estas expectativas (internas o externas) y todo estos prejuicios y mandatos me hartaron profundamente. El escuchar música por pasión se convirtió en algo de segundo plano, lo más importante era apantallar a mis amigos y conocidos con mi careta del más conocedor.
Lo que ellos no sabían es que yo sufría por dentro y a duras penas conectaba con aquello que compartía en mis redes sociales. Todo lo hacía por aquella reacción de número cien o de fueguito en mis historias de Instagram. Llegué a mi punto de tope, necesitaba reconectar conmigo y con aquello que me hacía feliz, ser fiel a mis gustos personales y cuestionar a las personas e ideas que me hacían sentir inferior.
Una de las primeras cosas que me replantee fue la idea tener gustos musicales “únicos y originales”. Opino que esta idea es mera ilusión, generada gracias a la burbuja que formamos a nuestro alrededor. No logramos ver que muchas, pero muchas personas comparten los mismos gustos y las mismas pasiones que nosotros. Y eso no tiene nada de malo, no nos rebaja ni nos quita nuestra particularidad tan hermosa. Al contrario, entre más cosas en común tenemos con aquellos que nos rodean más conexiones podemos crear, enriqueciéndonos entre nosotros y alimentando este mundo compuesto por miles y miles de ideas llamado cultura.
Además, considero importante el comprender que nosotros siempre no podemos elegir sobre lo que amamos, disfrutamos u odiamos, ya sean personas, cosas o música. Por ejemplo, ¿es posible tener el control sobre lo que consumimos en un mundo digital en el que los algoritmos tienen todo el poder? No solo éstos controlan todo, también son las disqueras y otras empresas (no todas relacionadas directamente al mundo de la música) quienes promueven y promocionan masivamente lo más vendible y consumible. Esto no solo ocurre en la industria más comercial sino también en el plano de la música local e independiente.
A esto añádanle los ideales culturales y sociales que se tiene de la música, suscritos a diversos y particulares contextos. No podemos tampoco olvidar el ambiente cultural en el que nos desarrollamos cuando éramos niños, por ejemplo, el que nuestros padres escucharan cierto u otro tipo de música.
Cuando llegué a esta reflexión, me di cuenta de que nunca lograré ser completamente único y especial. No importaba cuánto me esfuerce, la perfección y pureza son inalcanzables. Fue entonces que llegué a la conclusión de que tengo que ser fiel a lo que dicta mi corazón, aunque suena cursi en exceso. Debo consumir y escuchar aquella música que me haga feliz, aquello que goce y nutra mi alma de la manera que ella necesita. Si a mí me hace feliz escuchar reggaetón, lo escucharé; si la banda me hace feliz, la escucharé.
No existen los gustos culposos y a la mierda lo que opinen los demás. Debo ser fiel a ese niño que disfrutaba la música sin importar de dónde provenía… ver el mundo con ojos inocentes. No tengo necesidad de ser alguien conocedor, culto, único y especial. Lo único que tengo que ser, todos los días de mi vida, es yo y nada más. No tengo que pretender ni ser algo que no soy. Lo que consumimos, no nos define.